Iniciá sesión para comprar más rápido y ver todos tus pedidos.
Buscar
Nuestra escuela primaria fue un tránsito entre el rigor y el aburrimiento, entre el mandato de los adultos y nuestra fiebre por descubrir el mundo. Sólo ocasionalmente logramos rescatar de ese pasado una revelación significativa, un cielo estremecedor, una sonrisa casi inolvidable. Sin embargo, qué memorable habría sido aquella época si nos la hubieran hecho vivir como un viaje a territorios inexplorados, como un trayecto hacia el descubrimiento de otros mundos lejanos.
La escuela nos formó, pero no nos hizo gozar de las teorías y las acciones de los hombres. Tal vez algunos piensen que ya es tarde, que la escuela no fue fundada para el placer, que es un delirio pretender viajar desde un pupitre clavado en el piso.
El autor de este libro, veterano viajero de la imaginación, piensa que el vuelo es un derecho inalienable de la infancia. Su propuesta, como toda aventura del intelecto, entraña muchos riesgos y contiene un permanente desafío.
Capítulo I
La canonización del juego en Argentina
Capítulo II
Breve paseo por los diseños curriculares
Capítulo III
Todos los textos el juego
Capítulo IV
Intervalo
Capítulo V
La aventura novelesca del siglo XIX
Capítulo VI
Un modelo de clase submarina
Capítulo VII
Una caminata hacia lo desconocido
Capítulo VIII
Los mapas de la aventura
Donde se revela el lugar que ocupaba la aventura en la
década del 40 y los enormes esfuerzos que hacían
los niños para alcanzarla
Si ustedes cursaron la escuela primaria alrededor de 1945, resonarán aún en sus oídos los gritos de alegría de sus mayores por el fin de la guerra y los comentarios sobre un coronel del ejército argentino que empezaba a convertirse en una suerte de héroe popular. Ustedes también habrán pasado largas tardes de lluvia en el continuado de algún cine de barrio o del centro, asistiendo al interminable desfile del triunfo de los aliados, jalonado por la muerte de miles de soldados alemanes, italianos y norteamericanos. La muerte en los campos de batalla era, claro, un acontecimiento de celuloide, algo tan remoto como el combate de San Lorenzo o los degüellos de unitarios en épocas de Rosas de los que hablaban los libros de lectura.
Cuando se atenuaba el fragor de la guerra, cuando los mayores apagaban la radio y se dejaban de oír las aburridas palabras de los nacientes caudillos políticos argentinos, ustedes volvían a sus preocupaciones trascendentales. Si eran mujeres, buscaban aquella muñeca vestida de española y daban con ella un largo paseo por el patio de sus casas. O esperaban ansiosas la hora del canto y de las rondas para gozar en compañía de sus amigas del barrio. Si eran varones, sacaban de un armario sus soldaditos de plomo y los disponían sobre el piso para el combate. O, frente a la carencia de soldados (que eran casi un lujo), se subían al paraíso de la cuadra para iniciar una larga cabalgata bajo el viento de la tarde.
Estos juegos, para los que podríamos decir que ustedes vivían, sólo eran interrumpidos durante la semana por las cuatro horas que debían dedicarle a la escuela, en turno mañana o tarde. Por supuesto, no vamos a negar cierto atractivo que esta obligación ejercía sobre ustedes. El ritual de comprar cuadernos, lápices, carpetas y papel araña, oficiado de modo excluyente por sus padres, generaba una dosis de esperanza al comienzo del ciclo lectivo. Cada año, ustedes se sentían un poco contagiados o contagiadas por esa inexplicable euforia de los adultos y llegaban a pensar que la nueva maestra sería portadora de emociones inolvidables. ¿Qué misterios descubrirían de la mano de una señorita blanca y desconocida? ¿Cuántas preguntas sobre el mundo, sobre los demás, sobre sus propios cuerpos, podrían contestarse después de esos nueve meses de gestación?
Sin embargo, pasaban el otoño y el invierno y ustedes se enteraban de la sucesión de las estaciones a través del dibujo que todos los días aparecía en tizas de colores en la parte superior del pizarrón. Una mañana llegaba la primavera y ustedes se daban cuenta gracias a una compañera que había atrapado una flor de azahar entre las hojas de un cuaderno Lanceros. Y cuando irrumpía el verano, los vidrios del aula apenas dejaban entrar el rumor insistente de las chicharras. ¿No sentían ustedes que esas maravillosas transformaciones les habían sucedido a otros y que allí, entre bancos y pupitres, se habían perdido algo muy entrañable?
Les cuento. En aquellos remotos tiempos, yo iba a una escuela de provincia que estaba en una esquina, frente a una enorme plaza llena de árboles. Desde primero inferior, aprendí a formar fila, a tomar distancia, a aceptar la inmovilidad como el único estado deseable dentro del aula. También a copiar un dictado con buena caligrafía, resolver cuentas y memorizar párrafos de libros. Las maestras eran guardianes hostiles que estaban alertas a cualquier sonrisa o rumor para atraparlo en el aire como un insecto. Entre compañeros hablábamos poco y nos mirábamos de reojo, esperando secretamente la hora del recreo. Y cuando ese momento llegaba, corríamos, manada de búfalos, tropel de gacelas, hacia el rectángulo de baldosas negras y blancas. En ese espacio se desarrollaba la ficción diaria de la emoción y la alegría. Porque, además de las enormes columnas cilíndricas que bordeaban el patio, cada dos o tres metros, una maestra inmóvil aguardaba pacientemente la comisión de nuestras infracciones. Los delitos posibles eran varios (gritar demasiado, correr como bestias, saltar o insultar), pero el más grave, aquel que daba origen a un juicio sumarísimo, era tocar con el pie la línea imaginaria que separaba el sector masculino del deseable sector femenino. Dejando de lado aquellos condenables apetitos, el simple cruce de la calle lo ponía a uno debajo de un vasto pino que servía de escondite o entre las nerviosas patitas de las palomas que venían desde la iglesia vecina. Es decir, en una relación directa con la vida.
Isidro Salzman
Título: Hacia una didáctica de la aventura
Subtítulo: Una estrategia para convertir el paso por la educación inicial y básica en un trayecto repleto de pe